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TELARAÑA
habían logrado reconocer a su hija, a través de las fotos publi-
cadas en el diario.
Resultó ser que Marianne Bower tal era su nombre, llevaba
tres días desaparecida de su casa en Rhins. Un pueblito cercano
con muy pocos habitantes dedicado a la agricultura y al turis-
mo.
Cuando Dalaras hizo entrega del cuerpo de la chica a sus
padres, estaba envuelto en llamas, la antipatía que siempre
había sentido por los periodistas, se había transformado direc-
tamente y sin escalas en odio.
Un odio grotesco y flagrante que no lo dejaba pensar en
otra cosa, era una sensación tan fuerte y tan vivida, que le
costaba horrores ocultarla. Si en aquel momento, se hubiese
cruzado con el periodista de apellido Bremmer, lo hubiera en-
viado al infierno sin hacerle preguntas y sin prejuicio alguno.
Tener que soportar el dolor, de aquellos desdichados
padres por la pérdida de su hija, lo había colmado de rabias y
frustraciones.
Exactamente seis días después del primer suceso, encon-
traron otro cadáver. El asesino había vuelto a atacar, y no había
ninguna duda de que se trataba del mismo.
Aquella vez la víctima había aparecido sin vida, sentada en
la mesa de un café, en el centro de la ciudad; sin piezas den-
tarias y sin huellas dactilares.
Al revisarla, el forense descubrió una nota dentro de su
boca. “Esto sucede cuando no cumplen mis pedidos” había
leído al extraérsela. Como en el caso anterior, tampoco existían
datos de la muchachita, no pudieron dar con su dirección, ni
tampoco con su nombre y apellido.
Los testigos de la época cuentan que Dalaras, había entra-
do en la oficina que Bremmer ocupaba en el diario “La Razón”
como una tromba, dejando la mitad de la puerta colgando del
marco y se le había arrojado encima al periodista como para
matarlo. Las malas lenguas aseguran, que de no haber sido por
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