Page 18 - EL AGAPITO
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Fabián Hathallah
que en cada meada se me perdían muchas gotitas y más de una
vez, un chorro, a punto tal de que no recordaba si alguna vez
me había sacado un calzoncillo seco. Pisé el pucho en el piso y
salí rumbo a la sala.
Se reanudó el debate y el tribunal comunicó a las partes
que no se hacía lugar al pedido de la defensa. Se dispuso, en
consecuencia que la prensa pudiera presenciar el debate. No
obstante, se recomendó que no se informara en los medios el
contenido de las declaraciones de los testigos hasta tanto todos
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ellos hubieran declarado .
El primer testimonio era prestado por una vecina de la pe-
queña casita que un par de meses antes del presunto crimen le
habían entregado al imputado cuando vivía con su esposa y el
bebé fallecido. Coincidían los fondos de ambas casas ya que
todavía no levantaban la medianera. Vivían en esas conejeras
blancas mal construidas que entregaban los gobiernos de turno,
la mitad de las cuales terminaban usurpadas antes de que sus
adjudicatarios recibieran las llaves. Esther Vázquez era una
mujer que aparentaba más de los cuarenta y seis que llevaba
puestos. Una petisa roñosa y maleducada que ni siquiera apagó
el celular cuando entró en la sala. Lo único lindo que tenía eran
los ojos verdes claros pero tampoco, porque se habían confundi-
do de cuerpo. Parecían una cargada en esa cara. Le faltaban las
piezas dentarias de los costados, no se había puesto aros y justo
la oreja que me daba de frente, tenía la carne desprendida de
tanto abrírsele el aro. Un asco. Pelo Cortito y recién teñido rubio,
el rostro más bien flaco y amarronado, nariz ancha para su cara y
miedo a los fantasmas que abundaban en su adolescencia (Si te masturbas
muchas veces “te salen pelos en las manos”, “te quedás tontito”, etc),
marcada por dictadura militares, religión y nula educación sexual. Si se la
sacudía mucho, temía gastar el cupo.
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Ni fu ni fa. Una verdadera pelotudez.
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